Descripción
Estos poemas los escribí entre las clases de maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana impartidas por el profesor Mirko Lauer en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, allá por entre siglos y mi estancia en New Orleans en el verano de 2014; y los retomé hasta concluirlos en plena pandemia de COVID-19. Eran veinte poemas, pero al final decidí cerrarlos definitivamente en diecinueve. Poemas que son el resultado de la expectación de todo lo que gravita alrededor del goce material y la contemplación de la naturaleza en convivencia con lo cultural, como testimonio del paso de los hombres en distintas épocas, sobre todo de los indios natchitoches, ingleses, españoles, franceses, africanos, mestizos, criollos o creoles; todo un crisol de razas, lenguas, culturas y modos de ser y concebir el mundo.
Este poemario trasunta mis encuentros y desencuentros —acaso extravíos— con la naturaleza humana, sus artefactos culturales y el impacto de su huella sobre la creación natural. En efecto, deambular por las calles y recovecos urbanos de NOLA (acrónimo de New Orleans), sobre todo del barrio francés (French Quarter) hasta desembocar en Canal Street, evitando en la ruta los consabidos ritos mercantilistas para turistas atolondrados, es sentir la profunda espiritualidad de sus culturas; y más aún si el recorrido es a pie —a lo mucho en street car y a veces, indefectiblemente, en camioneta—, todo lo cual resulta en un placer indescriptible.
Seguir la ruta de las buganvillas y los robles añejos, que nos llevan desde el cementerio hasta el largo camino de las mansiones, con el viento vespertino que nos acompasa casi cristianamente con Las hojas verdes del verano en la voz de la reina del góspel: Mahalia Jackson, intensificándose a medida que nos acercamos a las viejas plantaciones para cerrar la jornada con un largo trago de ron old Nola. Y sin horario, toparse de pronto con el casi mortuorio bar Lafitte y detenerse para imaginarlo en sus mejores tiempos, contemplar los balcones de hierro forjado, las cabañas y ranchos criollos a la usanza francesa y española con el barniz de la persistencia, los clubes de jazz con dos legendarios hijos de estas tierras, Al Hirt y Louis Armstrong, llamándonos con sus trompetas, ya angelicalmente de cristal, el fulgor decadente de los puticlubes y el olor de la cocina cajún y creole que nos alcanza fugitiva y nos lleva con una ola de gente huracanada, ya bien caída la noche, entre luces de neón y con sendos tragos en la mano camuflados en bolsas de papel.
Con la resaca de todo lo vivido, cederle el paso matutino al Norfolk Southern es lo más recomendable e ir por un bowl de crawfish picante como entrada con una cerveza helada, y de segundo un gumbo o estofado al estilo Louisiana es lo más imperecedero a estas alturas en que uno termina por conocer, valorar y amar la diversidad, no solo por lo que sensorialmente genera en todos los sentidos, sino también por su trascendencia afectiva, social, cultural y económica para conferirle, además, identidad y unidad en su rica variedad. Por todo esto, que viva la diversidad. No cabe ninguna duda de que Estados Unidos no sería lo que es para bien y para mal sin el aporte de los inmigrantes, los colonos, los cautivos, los apátridas, los desarraigados, los nativos, los extraviados y los advenedizos: todo su color, sabor, sudor, ritmo, lágrima, músculo, pulso, neurona, nervio, fibra y entraña están impregnados en los cimientos y en las columnas de esta nación, como diría el viejo Whitman destilándose en sus Hojas de hierba. Espero, caro lector, que recorras tales lugares como quisiera que transites estos versos: con todos los sentidos y más, y te procures el mismo placer de viajar y leer sin tiempo y sin espacio a la vez.